sábado, 23 de junio de 2007

POPY: EL EMBAJADOR DEL ERROR (II)


La agradable sensación que da el ejercicio del poder parecía haber poseído al “Muerto” y cada vez era mayor su protagonismo en la escena pública peruana. Su intrincada personalidad y su tenacidad para obtener lo que se propone a cualquier precio, es algo que hasta sus propios detractores reconocen en Olivera; pues quienes lo han tratado de cerca saben que es capaz de presionar, insistir, rogar y hasta suplicar de rodillas, con tal de lograr sus objetivos.
Fernando Olivera ingresó al Partido Popular Cristiano (PPC) en 1977 integrando la Comisión Nacional de Juventudes, y luego de su paso por la Fiscalía de la Nación, en 1985 y a la edad de 26 años, el impetuoso político consigue ser aceptado en la lista de candidatos por el PPC para la elección de diputados al Congreso de la República.

Cuenta Ernesto Gamarra Olivares, ex congresista del FIM, hoy caído en desgracia, que fue por recomendación del poderoso financista, padre de la hoy famosa banquera Susana de la Puente Wiese, que el “Muerto” ocupó un lugar en la lista de candidatos y le fue otorgado el puesto 30.
Lo que pasó luego, demuestra el ingenio criollo del que es capaz de hacer Olivera para conseguir lo que se propone. En febrero de 1985, el país se encontraba alborotado por la visita del Papa Juan Pablo II y miles de fotografías y carteles adornaban paredes y calles, pues el Papa visitó al país y era la figura del momento. De alguna manera y utilizando todas las influencias y amistades posibles, Fernando Olivera logró 10 segundos de gloria cuando posó al lado del sumo pontífice para una fotografía instantánea. Acto seguido mandó imprimir miles de afiches con la famosa fotografía, al lado de su número –el 30-, que fueron pegados en toda la ciudad. Esto le sirvió para captar miles de votos de un pueblo, en esencia católico, y despertar la simpatía fundamentalmente en el voto femenino. Por supuesto, y como no podía ser de otra manera, contó con el respaldo financiero del grupo Wiese, sus viejos conocidos, para enfrentar la costosa campaña electoral. El ingenioso ardid funcionó y el “Muerto” Olivera salió elegido con una alta votación, cuando apenas tenía 27 años siendo el diputado más joven de aquella elección. Un año después, abandonó la bancada del partido que lo llevó al Congreso y se declaró independiente.
Apristas y antiapristas coinciden en señalar que el odio de Olivera hacia el Apra y hacia su líder Alan García Pérez, es visceral. Desde que se instaló el flamante gobierno ya mostraba gran ojeriza hacia García. Dice su ex amigo Ernesto Gamarra, que al principio obviamente no tenía nada concreto contra Alan, pero sí una gran antipatía, lo cuestionó incluso antes de que lo proclamen Presidente. Ya entonces, Olivera se presentaba como un especialista en conseguir información reservada, destapar entuertos y fiscalizar a funcionarios del oficialismo. Su falta de oratoria y carisma, la compensaba con sus promocionados destapes, que consistían en investigar tenazmente a determinado personaje hasta descubrirle algún flanco débil, luego lo acusaba sin miramientos ante los medios de prensa.

Un año y medio después de haber sido elegido, Fernando Olivera finalmente alcanzó verdadera fama y una inusitada popularidad entre los electores y pasó a convertirse en una suerte de paladín de la justicia, gracias al llamado incidente del maletín. Un día Olivera sorprendió al parlamento nacional al denunciar que en la cafetería del Congreso, "manos extrañas" le habían robado un maletín en el que llevaba lo que llamó el "expediente García", supuesto acerbo documentario en el que, aseguró, quedaban demostradas toda clase de irregularidades cometidas por el presidente de la República. Llegó inclusive a acusar a un congresista, José Barba Caballero, de haber sido el autor del robo. "¡Señor presidente, exijo que me devuelvan mi maletín!", reclamó Olivera al menos una veintena de veces, durante sus alocuciones en el Congreso. Ante estas acusaciones José Barba, quien replicó que todo el asunto del robo era pura invención, decidió darle su merecido a Olivera y le tendió una celada en el baño del Congreso, donde, según los apristas y el propio Barba, lavó su honor propinándole una golpiza al fiscalizador.

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