jueves, 10 de mayo de 2007

"YO TRABAJE PARA ALAN GARCIA"


Esta es una entrevista hecha por Beto Ortiz a Alan García en agosto del año 2000 en algún lugar de Bogotá y publicada en algún diario que no recuerdo. Es verdad que Beto carece de credibilidad, pero si es cierto lo que aquí se dice, la entrevista resultaría reveladora por lo que allí confesó entre líneas el actual presidente, cuando habla de Fujimori.

Escribe: Beto Ortiz

Sin dejar de mirarme fijamente, Alan García le dio un breve sorbo a su coca-cola light, (se cuida, se quiere), echó hacia atrás, casi con cachet, el histórico mechón con el dorso de la mano y, cruzando las larguísimas calancas sin arrugar ni un ápice el ficho casimir de su (eterno) terno azul, me dijo:

- Cómo no voy a conocerlo, señor Ortiz. Usted ha trabajado para mí.

La frase me heló la sangre pero -lo más Cool Mc Cool que pude- intenté disimular ensayando mi sonrisa # 63, esa que reservo sólo para situaciones de inminente papelón o vergüenza extrema. Mantuve la calma, rebobiné mentalmente y volví a escuchar, resonando en la insondable inmensidad de mi bóveda craneana, la misma fatídica sentencia: Usted ha trabajado para mí.

No, no era gracioso. Ese señor con quien tan animadamente charlaba la tarde de aquel lunes como hoy, lunes que proso y en plena ciudad luz con precipitaciones pluviales o chubascos, (para no seguir recitando a Vallejo), no era ningún homónimo. No era un error. Era el mismísimo Alan García, el reo contumaz, el que no la debe ni la teme, el cantor de rancheras, el orate, el anticristo. En una palabra, el hombre que, junto al carismático de Vladimiro, ha aparecido con mayor frecuencia como respuesta a la pregunta: "¿Qué persona viva le parece despreciable?" en el Test de Proust que, desde hace bastantes años, publica la revista "Somos".

¿Estaba entendiendo bien? ¿Yo, o sea, el paladín de la televisión abierta, el prócer de las ondas electromagnéticas, el Pókemon de la libertad de expresión había trabajado alguna vez para ¡Alan García!? Pero, ¿cómo? ¿Lavándole el carro, escribiéndole alguna soboneta biografía, llevándole la pizza, o acaso componiéndole una cancioncita bobalicona? ¿Qué cosa?, ¿estaba huevón ese señor?

No. Alan García no posee, en su composición química, ni una sola molécula de huevón. Y cualquiera que haya vivido en el Perú de los ochenta sabe que no miento. Pero, allí, en esa mesita tembleque del Café Malakoff de Trocadero, barrio que, aunque inevitablemente nos suene a lupanar, se hubiera hecho acreedor a la calificación de "exclusivo" en los titulares de cualquier rascuache noticiero local, Alan Gabriel estaba, esta vez, cosa terrible, diciendo la verdad. Y la verdad era esa, que, en efecto, sin quererlo, sin saberlo, siendo joven e inexperto, yo había trabajado -y estaba a punto de saberlo- para él. Que el cielo me juzgue.

Con esa diabólica elocuencia que, cada vez que aparece en la tele, hace a las respetables damas limeñas exclamar; "¡Cambia de canal porque ahorita me convence!", el cuestionado exmandatario me aplicó un floro bravazo que se prolongó durante horas y horas.

Consideraciones políticas, éticas, morales y filosóficas aparte, debo confesar, no sin cierto tenue bochorno, que escucharlo contar sus historias constituye una experiencia francamente fascinante. Contó que estaba algo empinchado con el Apra: sus locas ilusiones de regresar investido de inmunidad parlamentaria se estrellaron -por suerte, dirán muchos- contra la inflexible decisión partidaria de lanzar a su exministro Abel Salinas a una absurda candidatura presidencial, haciendo abortar lo que él veía como el renacimiento de una vigorosa célula parlamentaria aprista encabezada, obviamente, por él.

Contó que la entrevista que, hace poco más de un año, le concedió a esa Barbara Walters nacional que es Maritere, fue estrictamente coordinada -qué novedad- con el Supremo Editor General de Frecuencia Latina, (sabemos de quién estamos hablando, ¿no?) y como en ese momento le convenía hablar, atracó, caballero nomás, con la condición de que le dieran una hora entera de televisión nacional. (Y pensar que hasta yo me creí lo de primicia mundial . Mas he de ser ingenuo: tiene que existir otra manera de obtener lo mismo. ¿Seré tetudo? ). Dijo, por último, entre muchas otras cosas que, por ahora, no contaré, que no me daba una entrevista sencillamente porque no quería robarle cámara a las manifestaciones populares que se esperan esta semana, que era prudente esperar a ver qué iba a pasar y que, aunque Toledo le parecía un líder de fuste, estaba convencido de que Fujimori se queda en el poder, por lo menos, otros diez años.

¿Y usted?, ¿vuelve?- le pregunté, con cierto terror, en una de mis escasísimas interrupciones a su monólogo: "¿Yo?" -me respondió, reflexivo, hondo, casi sacerdotal- "yo he aprendido a aceptar que, en la vida, llega un momento en que dejas de ser, para siempre. Y eso sí lo tengo claro: mi tiempo ha pasado.

Yo ya fui" No se lo dije, pero esa sí que no se la creo ni de vainas. La que sí es cierta, ya lo dije, es la afirmación que da título a esta nota: en 1990, cuando Vargas Llosa cabalgaba incontenible rumbo a palacio, el aún presidente García, convencido de que su candidato, Luchito Alva, sería un fiasco y desesperado por encontrar una figura que pudiera hacerle frente al monolítico Fredemo, envió a su ministro del interior, el entonces temido Agustín Mantilla a conferenciar con un candidato diminuto que concentraba entonces el 5% de las preferencias electorales: Ezequiel Ataucusi. De aquella incursión en el templo israelita, Mantilla regresó estupefacto: no, ese no era el hombre. Alan rumió su decepción abofeteando el aire con su impávido mechón. No importaba, tarde o temprano, algo se le ocurriría.

- Buenas tardes, doctor García
- ¿Señor Ortiz? Buenas tardes, me han hablado mucho de usted.
- Bueno, supongo que debo empezar por contarle algo sobre mi programa, cuando usted salió del Perú yo era redactor de un periódico, usted no me conoce...
- Cómo no voy a conocerlo, señor Ortiz. Usted ha trabajado para mí.
- ¿?- ¿Para usted?, ¿entonces era cierto lo que decían sobre el diario "Página Libre"?
- ¿Qué decían?
- Que usted era el propietario.
- (Sonrisa leve y casi imperceptible). Bueno, no era sólo mío. Cuando constatamos la fuerza que tenía Vargas Llosa en los medios, nos dimos cuenta que la única forma de hacerle frente era poner un periódico y le encargamos al gordo Guillermo Thorndike que lo dirigiera.
- Entonces, esa debilidad de Thorndike por los presidentes no es nueva.
- Sí, pues. Quién lo viera y quién lo ve, ¿no? Increíble. Pero "Página Libre" era un buen diario, alternativo, bien escrito?
- Y fue el diario que inventó a Fujimori. Recuerdo que el Gordo siempre se jactaba de eso: ¡Con "La República" inventé a Alan García y con "Página Libre" inventé a Fujimori! -decía.
- Ah, sí, ¿no? ¿Eso decía?
- Sí.
- ¡Ja, ja, ja! Qué buena raza, oiga!
- ¿Por qué?
- (Sonrisa amplia, casi cachosa) Oiga, señor Ortiz, hágame el favor: ¿quién cree usted que inventó a Fujimori?

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